Foto portada: miembros de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), en una fosa común de la Guerra Civil. Autor: ARMH vía Facebook.

’26 millones… de recuerdos’, por Josep Asensio

Confieso que cuando leí la noticia en la que se reflejaba el anhelo de varios militares retirados de fusilar a “26 millones de hijos de puta”, españoles, por supuesto, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, al percatarme de que yo era, sin duda, uno de ellos. En esa siniestra lista estaban muchos de mis amigos y compañeros de trabajo y conocidos… No sé por qué empecé a pensar en nombres y apellidos, en personas, que me acompañarían en mi último viaje hacia una cuneta, hacia un barranco o apostado contra un muro en cualquier cementerio. Allí reposaría para siempre, entrelazado con alguno de esos 26 millones, de manera anónima, sin percatarme, después de muerto, de las miradas de transeúntes quizás aliviados, quizás angustiados, por el remordimiento de una acción que ya no tenía vuelta atrás.

Borré instintivamente esa tremenda imagen de mi mente, una estampa que me trasladaba a una realidad lejana pero patente todavía. Esas fosas, esos cuerpos, esas almas, que siguen vagando por muchos lugares de España y que, gracias a entidades que trabajan por no olvidar lo que pasó, siguen apareciendo con cuentagotas, ajenas a la crisis, al coronavirus, a las disputas políticas y a las afrentas de una ultraderecha que se vanagloria del dolor ajeno.

Huesos encontrados y analizados que se transforman repentinamente en el cuerpo de un joven maestro, cuya foto abraza su hija, una octogenaria que ha pasado toda su vida buscándolo para, por fin, encontrar un descanso que pocos entienden. A pesar de la macabra aparición, lo que es una alegría para unos, se traduce en rabia para otros, los que creen que remover los huesos es volver al pasado y este hay que enterrarlo para siempre. Son los que, ya en el poder, están impidiendo las exhumaciones, retirando las subvenciones y denigrando a los que únicamente quieren poner cara a esos restos que aparecen con un agujero en el cráneo, revueltos y unidos a otros, entremezclados, a veces abrazados.

Pero hay un detalle que hasta hace poco tiempo ha pasado desapercibido en todo este asunto: los objetos que acompañaban a los que iban a ser ejecutados. Muchos de ellos formaban parte del ajuar diario: unos pendientes, unas gafas, un reloj, un anillo, un cinturón o una cadena. Otros, habían sido elegidos por los que sabían que iban a morir quizás para ser identificados en un futuro. ¿Qué movía a un carpintero a coger su peculiar lápiz minutos antes del fatal desenlace? ¿O a un maestro un sacapuntas? ¿O a un padre un sonajero? Imagino el impacto que se produce al descubrir un esqueleto apelmazado, deshecho entre la tierra. No obstante, a esa visión de un anonimato momentáneo, sucede una perturbación mental, al percatarse de unas botas adheridas a los huesos de los pies o un objeto brillante que sobresale entre ese conglomerado de dolor. Los que lo han vivido cuentan que nace en ellos una necesidad de entregarlos a los descendientes, sin saber, muchas veces que estos los esperaban como si de un tesoro se trataba.

Me conmocionó especialmente el caso de María Alonso. Tenía 32 años cuando la asesinaron. Llevaba un solo pendiente porque ese día tenía una infección en la oreja izquierda. Los forenses no sabían este detalle y no entendían por qué no aparecía el otro cuando se abrió la fosa en 2008. Hasta que su hermana Josefina les explicó que antes de partir, María lo había dejado en casa, mostrando la sortija que se había hecho con él. Ese vínculo era lo que la mantenía con vida y con la esperanza de encontrar y dar descanso eterno a su hermana.

La de Eugenio es una trágica historia que ha acompañado a toda su familia. Se casó el 1 de junio de 1931 y fue fusilado un mes y medio después con tan solo 29 años. La alianza que llevaba en su dedo ha sido clave para poder identificarlo a falta de pruebas de ADN. Su mujer no llegó a tiempo de tenerla entre sus manos, pero sí su hija, que se sintió aliviada al sostenerla. Es evidente que no se la podían devolver a su padre, pero esa pieza era algo más que un trozo de metal. Un libro, Las voces de la tierra, recoge las fotografías de algunos de esos objetos recuperados en fosas comunes de toda España y descritos por diversos poetas, actores y cantantes de reconocido prestigio. Una joya que hará saltar las lágrimas a más de uno.

Vuelve a mí esa imagen de 26 millones de personas desplazándose por caminos y carreteras hacia su final. Y me pregunto qué me llevaría yo para poder ser rescatado del olvido décadas después. ¿Una fotografía? ¿Un objeto personal que toda mi familia pudiese reconocer como propio? ¿O nada, para que todo quedara omitido, ignorado y perdido en nuestra historia común, abrazando las tesis de los que prefieren ocultar lo que pudiera pasar?

Prefiero pensar que, a pesar del odio subyacente en esos militares y seguramente en cientos de miles de personas, esa banalización de la muerte, esa frivolización con la que se dicen ciertas cosas amparándose en la libertad de expresión, se quede tan solo en palabras, unas durísimas confesiones que hacen mucho daño, eso sí, pero que deberían pasar a engrosar las páginas del olvido. No obstante, esas afirmaciones deben servirnos para estar alerta. El fascismo se inmiscuye en nuestras vidas de manera silenciosa; en estos momentos, a través de las redes sociales; y va calando entre millones de ignorantes que caen como moscas ante tanta maldad. No nos dejemos arrastrar por esos alegatos. No les riamos las gracias, no minimicemos sus proclamas, porque, a lo largo de la historia de la humanidad, se han hecho realidad pensamientos aberrantes gracias, en parte, a la inactividad de los que creían que no era posible.

Foto portada: miembros de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), en una fosa común de la Guerra Civil. Autor: ARMH vía Facebook.

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